Mi Cataluña

Posted on 28 enero, 2012

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Barcelona fue la capital cultural, la única moderna o, como le gusta mucho decir a mi madre, “la ciudad europea” de España allá por los años sesenta y setenta. Quizá  también en los ochenta, sin disfrutar pero tampoco sufrir la sobrevalorada Movida madrileña. En los noventa llegaron los juegos olímpicos, la explosión Mariscal, los trajes grises con polos mostaza de Antonio Miró, la playa recuperada y dos nuevas horrendas torres, las de Montjuic y Collserola (Calatrava contra Foster, toma metáfora) a competir con ese entrañable horror arquitectónico que es la cima del Tibidabo. La ciudad cambió de milenio viviendo de rentas al tiempo que en toda Cataluña las política educativas y culturales (y globales) propias y en muchos casos perversas empezaban a dar sus primeros e inquietantes frutos. En un absurdo intento por compatibilizar la apertura total a todo lo que significase modernidad, ya viniese de fuera o de dentro, con la reivindicación de unos valores tradicionales y una cultura muchas veces semificticios, se terminó generando una sociedad esquizofrénica que buscaba un imposible punto de intersección entre la internacionalidad y la barretina, un lugar que en ocasiones parece considerarse a sí mismo como una mezcla de reserva natural para animales en peligro de extinción (el catalán, lo catalán, Cataluña, ¡Catalunya!) y un parque temático en el que los tópicos y los clichés, por caducos y grotescos que puedan ser, tienen todos hueco, razón de ser y derecho a subvención. Un país-concepto medio inventado por políticos con tanto complejo de inferioridad como delirios de grandeza. Tipos que  intentan definir Cataluña como un ideal humillado, menospreciado y vejado. Humillado por ser especial, menospreciado por ser pequeño y vejado por ser mejor. Y en eso estamos ahora, en que algo hermoso y con infinito potencial se convierte frecuentemente en un chiste malo, a medio camino entre la aldea gala de Asterix y el palacio de ‘El Traje Nuevo del Emperador’. Barcelona no es la capital cultural, ni la única moderna (quizá ya ni siquiera es moderna), ni “la europea”. Ahora es la catalana, la catalana y la catalana. Y a mucha honra. Antes catalana que todo lo demás. Sólo catalana, lo demás no importa. Algunos, sin ser catalanes de nacimiento, la queremos y la consideramos nuestra casa, aunque constantemente otros se empeñen en decirnos muy discretamente que no lo será nunca, que nunca tendremos “això” que te hace apreciar realmente “la nostra terra” (“la seva terra”, más bien), aunque para pagar con nuestros impuestos líneas aéreas imperiales, campañas de promoción de la nada y ferias de todo lo catalanizable, sí que sirvamos. Amo Barcelona. Amo Cataluña. Esto me da mucha pena.

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