Caída en picado (y Belén Rueda)

Posted on 15 septiembre, 2011

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Si quitamos lo que sobra en la adaptación teatral de ‘La Caída de los Dioses’ dirigida por Tomaz Pandur igual no nos quedaríamos con nada, pues es todo tan accesorio, tan artificioso y tan innecesario que la duda que surge es si el espectáculo en cuestión tiene algún sentido. Si merece ni siquiera existir.

Yo tengo claro que no, que este show, carísimo, sofisticadísimo y complicadísimo, aunque pueda parecer paradójico, no aporta absolutamente nada. Uno sale de él como entró. En todo caso, con menos tiempo y menos dinero.

Cuando en una obra de teatro a uno no le preocupa lo que pueda pasar después de la escena que está viendo, mal vamos. Y cuando además sabe (porque lo sabe) que podría pasar de todo (o de nada, ya puestos), peor todavía. Eso es lo que ocurre en ‘La Caída de los Dioses’. Una mera excusa para que Pandur pueda enseñarnos otra vez el buen gusto que tiene, lo bien que se le da gastar dinero en cacharrería escénica y lo mucho que recicla sus propios no-hallazgos. El mismo espejito de marras (similar al de su igualmente vacía ‘Purgatorio’), el mismo juego de básico-repujado y oscuro-saturado y las mismas proyecciones, corregidas y aumentadas para que la sensación sea aun mayor. O la misma, porque cero, por mucho que lo multipliquemos, siempre será cero.

Rituales interpretativos opacos (y que además me niego a desdifrar, porque como espectador, ése NO es mi trabajo), “tableaus vivants” relamidos, imágenes que dejan de ser fascinantes en cuanto se alargan demasiado y una recua de actores estrella (Pablo Rivero, Fernando Cayo, Alberto Jiménenez…) engañados nuevamente por los delirios de grandeza y las visiones (del vacío, nunca mejor dicho) de un director al que en España le reímos las gracias demasiado.

Y luego está ella, claro. Belén Rueda. Sobreactuada, paródica, pequeña, incapaz de transmitir nada, de proyectar una voz que no parezca de doblaje de película infantil y de hacer nada más allá de lucir su porte de diva (que lo tiene, eso es innegable). Entregada como una posesa al despiece de repollos en una escena que debería formar parte del catálogo de cosas que no deben hacerse en un escenario. Porque no sirven para nada, porque no aportan nada, porque dan una mezcla de risa y lástima y porque nadie que haya pagado una entrada se merece tener que sufrir semejante despliegue de soberbia-ignorancia teatral.

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